No puede haber mejor credencial para el hombre que ha fallecido, paranoíco, descuidado aunque no olvidado en Reykiavijk a la edad de 64 años. Como bien apunta Leontxo García, un año por cada escaque del tablero de ajedrez.
“Los niños que crecen sin un padre se vuelven lobos”. Decía Fischer. Lobos esteparios, solitarios, cercanos a la locura y la paranoía.
Nació en Chicago en 1943 y a los dos años su padre abandonó el hogar. Su madre, judia, era hiperactiva, políglota, simpatizante del comunismo y con rasgos paranóicos. El talento lo heredó el joven Fischer junto a las paranóias.
A los 6 años el ajedrez le cautivó cuando tras varios viajes llegó a Nueva York. Sólo existió desde ese momento el tablero blanquinegro para Fischer. Al contrario que sus grandes rivales rusos, no hubo manera humana de lograr que se formara como persona. El ajedrez lo ocupó todo.
Su coeficiente intelectual era de 180, más que extraordinario, pero esa excepción también sería una tara para el resto de facetas de la vida.
Un joven Fischer.
A los 16 años ya había ganado el Campeonato Absoluto de Estados Unidos dos veces. Un año antes se convirtio en el Gran Maestro más joven de la historia. “Los maestros me parecen más estúpidos que los alumnos”, comentó un poco antes de dejar los estudios y sumergirse en un desorden que le ha acompañado hasta el fin de sus días.
A partir de ese momento su carrera ajedrecística termina de dispararse en paralelo con sus fobias hacia los comunistas y los soviéticos.
Su duelo en 1972 por el título mundial contra Boris Spassky fue antológico. Sin duda el enfrentamiento de la historia. Como estadounidense y en plena ebullición de la guerra fría, recayó sobre sus espaldas toda la responsabilidad del mundo occidental. Los soviéticos eran hasta ese 1972, desde 1948, los amos del ajedrez. Ambos bloques dirimieron su prestigio sobre las 64 casillas del tablero.
Fisher comenzó fatal. Se quejaba de que era espiado e incluso le pararon poco antes de coger un avión y dejar el duelo. Exigió que no hubiera televisión e incluso una partida se jugó sin público entre bastidores.
Consiguió el título y se radicalizó. Sus exigencias para enfrentarse a Karpov en 1975 fueron rechazadas y perdio la corona por incomparecencia.
Desde ese momento su vida termina de completar el infierno en que se había convertido. Es detenido en Japón. Islandia pide acoberle como refugiado político antes de ser extradito a Estados Unidos. Se nacionalizó islandés, país donde era un ídolo desde el duelo por el Mundial.
Sus últimos años en el país nórdico han sido de deterioro continuo.
Aun en su deplorable estado tuvo el detalle de llamar a un programa de ajedrez donde se había jugado una partida para proponer una variante para un final absolutamente brillante.
Las leyendas urbanas hablan de que Bobby jugaba por internet de manera anónima.
Lo que queda es que se retiró como Campeón sin perder la corona. Sentó las bases para que a los jugadores se les reconociera sus derechos y sus remuneraciones y sobre todo consiguió, junto a Spassky, que el ajedrez traspasara todas las fronteras y llegara a todo el mundo.
El lobo estepario fallecía muy al norte, en la tierra que lo acogió, con el recuerdo de todos a los que maravilló con sus genialidades en el tablero de ajedrez.