Accesit en el Concurso de Relatos Asociación M-50 2006
Era un niño travieso. Más que eso, había un punto de maldad en él impropia de un niño. Siempre había sido un gallito pero un tirilla. Llegado el momento, la bravura le tiraba hacia delante, a un inevitable suicidio. En todas las peleas salía perdiendo por su falta de fuerza. No era nada conformista y siempre encontraba las vueltas para salirse con la suya.
Un día heredó unos pantalones vaqueros de sus tíos. Sin ser una familia que pasara calamidades, no venía mal ir recibiendo ropas de los mayores. Ya tenía unas botas de fútbol preparadas para cuando su pié tuviera la talla adecuada.
Aquellos vaqueros eran típicos de mediados de los 70. Vaqueros de un azul claro extraño y los bajos en forma de campana. El niño los miraba con desprecio. Ni él mismo sabía si por el color o la forma tan rara de la parte inferior. ¿Como jugaría al fútbol con ellos o montaría en bicicleta?
Tras dos días con ellos alguna mofa, aunque menos de las que pensaba, toco aguantar. Pero no había manera. ¿Como le robaría algún beso furtivo a una chavala si alguna se había reído del modelito? Tenía que buscarse una excusa para quitárselos de encima.
No valía la de ensuciarlos de mala manera. Para esas cosas siempre había sido cuidadoso y mamá no habría tragado. No encontraba la manera y el pantalón, además, tenía la habilidad de secarse con facilidad. Pocas veces pasaba más de un día sin él.
Un día tras ser desalojados de la calle por ruidosos, las explosiones de mezcla de leche de burra con azufre eran memorables, se fueron a uno de los descampados fuera del pueblo.
Prepararon la sempiterna fogata y echaron el azufre que les había sobrado. El magnetismo que provocaba la llama azul del azufre era irresistible. Allí estaban admirando la errática candela cuando otra bronca les sacó de su abstracción. Él decidió pisar el fuego para apagarlo. Varias gotitas de azufre encendido volaron a los bajos del pantalón creando unas artísticas quemaduras. Si hubiera tenido margaritas cosidas, lo único que le faltaba al hortera diseño, habría sido el complemento perfecto.
Consternación era poco para definir sus sentimientos. Camino de casa buscaba cualquier excusa para retrasarse. Qué sería peor: ¿haber quemado el pantalón o el hecho de haber encendido una fogata?
Su severa madre no tuvo miramientos y sopesó por igual ambas acciones. Algún azote y dos días castigado. Pero el castigo tenía su parte dulce. Se había librado del pantalón. Sin querer hacerlo la suerte le había librado de aquella horrible tela, de su color y de sus formas. Quizá podría volver al ataque con las chavalas. Ya no le molestaría al correr con el balón e incluso no tendría que ponerse una goma para montar en bici. Todo era perfecto. El castigo se sobrellevaba con el solo hecho de imaginar la visión del pantalón hecho trapos.
Pasaron los dos días de castigo, que toreando a su madre y con la ayuda de su abuela habían sido muy llevaderos, y se fue a la cama. Mañana sería otro día.
Cuando se levantó no daba crédito a sus ojos. Allí, a los pies de la cama, perfectamente planchado estaba el pantalón con su horrible color. No podía ser. Su madre le había metido la tijera y los había convertido en unos pantalones cortos al uso. Al uso excepto por el color. Era Semana Santa y el calor ya hacía estragos.