Tras Le Mans llegó el momento de lamerse las heridas. Sí, Ferrari había ganado pero la prensa remarcó el hecho de que no había sido uno de los coches de fábrica el que lo había hecho. En Ford las cartas de queja, como una de Rob Walker, despertaron la ira en Henry Ford II.
Shelby viviría unos días después un momento muy agridulce en su vida. A las 3 de la mañana recibió una llamada. Alan Mann, el homrbe encargado del equipo en Europa en el Mundial de Resistencia le comunicaba que sus Cobra se habían proclamado campeones del mundo en la clase GT batiendo a Ferrari. Ese objetivo era uno de los que le movían en la vida. Lo había conseguido, pero faltaba el premio gordo.
Henry Ford II llamó para tener una reunión a Don Frey, Leo Beebe y Carroll Shelby a finales de julio. Había pasado poco más de un mes y todos estaban expectantes. Tras escuchar, sobre todo a Shelby, le pasó una tarjeta a cada uno de ellos. Bajo su nombre se leía: “Ford gana en Le Mans 1966″. El más aliviado fue Shelby. Carroll tenía otra oportunidad. Pero si Ford volvía a fallar no tenía ninguna duda de que Henry Ford les arrancaría la piel a tiras y cerraría el proyecto de Le Mans.
Mientras en Maranello Ferrari rumiaba la derrota. Pero no dejó mucho tiempo para lamentarse. Al fin y al cabo uno de sus coches había ganado. Sabía que Ford vendría en menos de un año como un tsunami. En la segunda reunión tras Le Mans le dijo a su gente lo que quería. Antes de acabar el verano los planos estaban listos. Ferrari quería que por la puerta saliera el Ferrari más potente jamás construído. Tenía al mejor piloto, John Surtees, y ya era hora de que el coche le permitiera vencer en Le Mans.
En aquellos años era normal que un piloto corriera en varios campeonatos. Surtees le pidió permiso a Ferrari para correr en la Can-Am con Lola. Pero siempre en categorías en las que no corrieran los coches italianos. Era algo que no gsutaba mucho en el seno de la fábrica, pero Il Commendatore había dado sus bendiciones y era absurdo quejarse. El 24 de septiembre, junto a Jackie Stewart, probaba el Lolat T70 en Mosport. El escocés, al inexperto aún, se bajó del coche diciendo que algo no iba bien. Surtees se subió convencido de encontrar el problema. Lo siguiente que supo es que estaba en una cama de un hospital vendado hasta las cejas e inmovilizado. Cuatro días en coma y la pierna izquierda 10 centímetros más corta, los riñones dañados y la duda sobre si había cometido un error le torturaron en los primeros días de consciencia. A los pocos días uno de los ingenieros del equipo apareció y empezó a disculparse. El coche había perdido una rueda, embestido una protección y volcado varias veces en un talud. Los comisarios no tuvieron otra que sacarle como pudieron porque el coche perdía gasolina. Pocos días después, y con motivo del GP de Estados Unidos, recibió la visita de Eugenio Dragoni y de Mauro Forghieri. Enzo Ferrari se hizo cargo de los gastos del hospital a través de su seguro, y habló varias veces con John. Quería saber cómo se encontraba, si iba a poder volver. De hecho al enterarse de que era la pierna izquierda la dañada, Enzo le dijo: “Te construiremos un automático”.
Menos de un mes después, y en contra del juicio médico (insistían en que necesitaba más reposo por el estado de los riñones, Surtees buscó los servicios del Dr. Urquhart, que había tratado a Stirling Moss unos años antes tras su brutal accidente en Goodwood. Tony Vandervell, amigo personal de Surtees, le pagó el avión. Toda una fila en primera clase para que pudiera viajar tumbado en la camilla. Tras el tratamiento, tirando de su pierna en una dirección y del cuerpo en otra, los 10 centíemtros de diferencia se redujeron a poco menos de 2. A partir de ese momento empezó la recuperación. Cada dia lograba pasear, con la ayuda de un andador, un poquito más que el anterior. Habían pasado dos meses.
En diciembre Ferrari presentaba a un reducido número de reporteros el 330 P3. Más bajo que el GT40 con el motor de 4 litros y V12 en su trasera. Era el primer coche de la Scuderia en ir equipado con inyección electrónica en competición. Ferrari explicó que 4 litros de cilindrada era lo ideal. Un motor más grande crearía problemas por le incremento de consumo y el peso sobre los neumáticos, y especialmente en los frenos. Sólo por ganar unos kilómetros más de punta no merecía la pena. El motivo de presnetar el coche, si a un grupo reducido, era porque iba a debutar en Sebring. Pero había una duda que torturaba a Enzo Ferrari. ¿Quién sería su piloto número 1? No tenía a nadie, por mucho que Dragoni apoyara a Lorenzo Bandini, que pudiera sustituir a Il Grande John. Enzo Ferrari decidió esperar por su mejor piloto.
Por su parte en Ford, Henry Ford II pasó al ataque con todo con su gente. A finales de septiembre siguió metiendo presión a cada caldera de cada departamento de la marca. Cada uno de los empleados que recibió la tarjeta sintió un sudor frío: “Mas vale que ganemos”. Cada uno de los empleados y responsables de departamento que leyeron que recibieron aquella tarjeta sabían que desde ese momento su puesto estaba en el alero si las cosas no salían como debían. Y la victoria en Le Mans era la único que importaba. Por si a alguno no le había quedado claro, se instaló un nuevo comité de seguimiento en el que tenían que estar presentes todos los responsables de departamento que empezaba a reunirse cada 2 semanas. Leo Beebe a la cabeza y 20 individuos más Don Frey, Roy Lunn y Bill Innes, responsable de motores. Muy pocos tenían experiencia en las carreras. Su labor era que cada parte del coche fuera perfecta, que no se rompiera o averiara.
Allí tomaron la decisión de cómo sería el asalto a Le Mans. Como si de un ejercito se tratara, el esfuerzo se dividió en compañías. Por un lado se crearon dos equipos principales con el nombre de Ford Le Mans Team. Uno con Carroll Shelby a la cabeza y el otro con Holman Moody, que se encargaban del mejor equipo de Ford en la NASCAR y que habían arrasado en la competición doméstica. Además se añadió poco después el equipo europeo de Alan Mann que entró en la estructura oficial. Ford jugaba al juego de Ferrari. Enfrentar sin miramientos a sus equipos en pos de la victoria final. La presión estaba en Los Ángeles, en la sede de Shelby.
Para todos, en Italia y en Estados Unidos, la cura de las heridas fue profunda. Y sin casi tiempo a cicatrizar se pusieron manos a la obra para el gran enfrentamiento. Ford sin escatimar nada. Ferrari afinando al máximo. Ford con una presión desmedida sobre su gente y una rivalidad extrema que había que controlar. Ferrari con su número 1 convaleciente y con dudas sobre su rendimiento. Más los problemas e intrigas internos a los que no terminaba de poner freno. 1966 era una olla a presión que podía estallar en cualquier momento en cualquier bando. Incluso en ambos.
Tras Le Mans llegó el momento de lamerse las heridas. Sí, Ferrari había ganado pero la prensa remarcó el hecho de que no había sido uno de los coches de fábrica el que había salido victorioso. En Ford las cartas de queja, como una de Rob Walker, terminaron de despertar la ira en Henry Ford II.
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