Acabo de llegar de un reciente viaje a St. Petersburgo, sin duda una de las ciudades más importantes de Europa. Viajando via Helsinki y de allí por carretera lo primero que me llamó la atención, fue la gran cantidad de camiones portacoches con los que me crucé. No exagero lo más mínimo diciendo que fueron más de 120. Rusia se ha abierto, sin duda, pero los trámites aduaneros son excesivos y la hora y media no te la quita nadie.
Ya en St. Petersburgo enseguida percibes la grandeza por doquier. Me recordó al Portugal de mitad de los 90. Una ciudad de contrastes donde conviven en un semáforo un Hummer y un Lada cochambroso. En esta época del año en que el cielo no llega a oscurecerse, el efecto sobre algunos edificios y cúpulas es impresionante. Un paseo en barco de casi dos horas por el Neva es condición esencial para admirar y percibir la monumentalidad de la otrora capital rusa.
Tengo la sensación de que van por libre del resto de Rusia. Votaron recuperar el nombre de St. Petersburgo y se han dejado de mandangas de bolcheviques, rojos y comunismos para abrir al mundo su patrimonio cultural sin igual. Sin olvidar los beneficios que les reporta. Así que vivan los zares que permiten ahora, gracias a sus vicios, desmanes y lujo, vivir a ésta ciudad del turismo.
El motivo del viaje fue una boda. Por un día convertimos el Palacio de Vlad en la Casa de España en St. Petersburgo. Puedo decir, que el pabellón quedó alto. Dejé la ciudad con algo de melancolía. Una parte de mí se ha quedado allí. No se si pegada al Aurora, en la Iglesia de la Sangre Derramada o en el Ermitage. Pero sí sé que me gustaría volver algún día. Necesito volver a sentirme vivo en un mercado de los de toda la vida, como aquel al que uno iba siendo pequeño de la mano de mamá. Contrastes que te llegan.
En el camino de vuelta a Helsinki, aquellos camiones vacios volvían cargados de Mercedes, BMW, Mini y demás coches de lujo.